Rafa es licenciado en Historia y en Periodismo y ahora estudia Magisterio, pero ha hecho un paréntesis -y sigue sus estudios a distancia- para dedicar un año a los niños del orfanato Kimbondo, en RD Congo, que descubrió en un plan de voluntariado internacional de Cooperación Internacional ONG. Allí se dedica a atender y a formar a los niños del orfanato, donde viven casi 800 menores, bajo la dirección del padre Hugo Ríos. Cuando en la guerra abandonaban a los niños, él los acogía como si fueran sus hijos y en los años 80 fundó lo que hoy es una gran familia. “Es un orfanato diferente, porque los niños tienen en él ‘un padre’ y viven como hermanos”, cuenta Rafa.
Allí ha vivido experiencias inolvidables, como la historia de Cris: “Un niño que llegó, abandonado, con las piernas y los brazos atrofiados debido a una malnutrición severa, se le caía la baba… –recuerda- y empecé a llevármelo a dar paseos en la silla, y a hacer con él pequeños ejercicios para que fuera cogiendo fuerza en las piernas, acompañados por alguno de los mayores de la casa, para que entendieran lo importante que era para él. Ahora ya va caminando, le pongo obstáculos, escaleras, le digo que lance piedras, palos… Está feliz y, hasta es capaz de bailar. Un poco de ayuda les cambia la vida”, asegura.
También pasa mucho tiempo con Amós, un niño sordomudo de unos 10 años, según los cálculos aproximados, porque allí, al ser abandonados, no se sabe con certeza qué edad tienen. Nunca ha ido a la escuela y prácticamente no sabía ni coger el lápiz. “Yo le estoy dando clase, intentando al menos que aprenda los números, para que pueda manejarse con el dinero. Se los he ido enseñando con la mano. Y ya ha a aprendido a ir diferenciándolos y cogiendo el lápiz medianamente bien”, explica Rafa.
Y otro niño que le ha dejado una huella imborrable es Moïse. También de unos 10 años, el más fuerte de su grupo, muy vivaz y un poco gamberro; recuerda que se subía con facilidad a las palmeras y traía a todos locos. Moïse tenía sida y en julio cayó enfermo de tuberculosis, una enfermedad cuyo tratamiento dura meses. Estuvo ingresado en un hospital especializado un tiempo y justo antes de irse por Navidad, Rafa y Rosa -otra voluntaria- pudieron ir a visitarle. “Nos dijeron que por la medicación ni veía ni escuchaba ni nada. Pero sacaba la lengua, pedía agua… Y tras unos minutos de lucidez, en los que abrió los ojos y respondía a nuestras palabras,se fue… Y yo le cerré los ojos –recuerda Rafa con cariño-. Yo creo que él quería aguantar a morir con alguien que le quisiera. Yo lo quería un montón, me pasaba el día con él. Se murió en mis brazos. Y dije: he aprendido mucho de él, de su fortaleza, siempre luchando, pasándolo fatal, y el tío seguía ahí, contento. Y le llevabas una película y era feliz con ella… y eso que no podía ni moverse, ni comer…”
Después de esta experiencia opina que “en Europa tenemos problemas que no son problemas. Allí con todo lo que les falta, que comen y cenan arroz todos los días, y nosotros aquí nos quejamos porque esta comida no me gusta o pensamos: necesito ropa porque está pasada de moda. Mientras allí cogen una carretilla de ropa y la reparten entre todos. Los mayores cogen la mejor, porque son más fuertes. Y, contentísimos todos de tener su ropa, sea la que sea”. ¡Los ves tan sencillos y con tanta humildad! A mí me han cambiado la vida”, asegura.
Sonia también ha vivido una experiencia que ha marcado un antes y un después de su voluntariado en el orfanato, cuando fue en verano como voluntaria con el Área de Galicia de Cooperación Internacional. Como Rafa, lleva el voluntariado en las venas. Gracias a su nivel de francés, allí se pudo encargar de hacer entrevistas individuales a cada niño, orientadas a hacerles pensar sobre quiénes son y sobre su futuro. “Ellos viven en comunidad y no tienen definida su personalidad, de algún modo no son nadie, sólo forman parte de un grupo. Con esto pretendíamos sacar a relucir su personalidad y ver qué es lo mejor que se puede potenciar en cada uno. Había uno que se llama Diantukulu que dijo: «De vocación me gustaría ser médico. Pero como quiero ayudar a todos mis hermanos, me haré profesor». Ellos te dan una lección. Se entregan totalmente. Y a los demás les consideran verdaderos hermanos”.
Sonia estudia segundo de Derecho Hispano Francés y, ya de vuelta en Madrid, no sabe qué inventar para no dejar de enviar ayuda a los niños que conoció en Kimbondo. Trabaja para poner en marcha pequeñas campañas de ayuda ante necesidades puntuales, como la formación profesional en costura de cinco niñas, o sacar dinero para pagarle la escuela de braille a una chica… Y da charlas de sensibilización a niños y jóvenes para “intentar que los chicos entiendan que si se quedan en su casa pensando en su vida no van a cambiar nada, en cambio con pequeñas acciones, si es una multitud quien las hace, pueden cambiar el mundo. La idea que intentamos transmitirles es: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo, pero tiene que ser en tu día a día, con tu familia, tus amigos, tienes que dar lo mejor de ti en todo momento… Allí, en RD Congo viendo las dificultades que tienen, son así de simples, humildes…son lo que quiero ser yo de alguna forma”, asegura convencida.
Esta iniciativa de apoyo ha dado lugar a una nueva organización: Malembe, que significa serenidad, hacer las cosas sin prisas,…con la que Sonia -con la ayuda de otros voluntarios que han pasado por allí-promueven el apoyo a Kimbondo, tratando de ser “sus embajadores en España”.